La palabra Ética relacionada con el tema del Desarrollo Sostenible se convierte, a mi juicio, en el principio de referencia sobre el que debe moverse todo el proceso ideológico que debe sustentar esta gran y trascendental revolución, aún por concretar.
La cuestión global de referencia se convierte entonces en el trinomio: Economía Ética y Desarrollo Sostenible, cuya interconexión ahora es comúnmente reconocida, prefiguran tres áreas muy vastas. Como es natural, los especialistas en cada uno de estos tres campos ven la interconexión desde su punto de vista particular.
De todas las perspectivas, el principio del bien común, y en este caso del bien común universal, me parece la que mejor se adapta para hacer de aglutinante entre los tres elementos: economía, ética y desarrollo sostenible. Este principio requiere que la sociedad global se organice de tal manera que cada hombre pueda desarrollar mejor su potencial.
Y la realización personal depende del compromiso de todos por buscar el bien común. En efecto, el desarrollo del que estamos hablando -el desarrollo sostenible, considerado como un componente del desarrollo humano integral y que descansa sobre los tres pilares, económico, social y ambiental- debe preocupar a todos, para el presente y para el futuro.
En esta universalidad hay una doble raíz: ética y económico-funcional. La ética se fundamenta en el principio de la dignidad eminente de toda persona humana, para lo cual conviene orientar los principios políticos hacia la construcción de un mundo en el que todo hombre, sin exclusiones de raza, religión, nacionalidad, pueda vivir plenamente vida humana, liberada de las servidumbres que le vienen de los hombres y de una naturaleza insuficientemente dominada. La segunda raíz, la económico-funcional, se hunde en la constatación de que, si el desarrollo no es universal, si no alcanza a todos los pueblos, no es eficaz porque carece del aporte activo de muchos y porque las áreas subdesarrolladas son, en el fondo, largo plazo, la causa de los desequilibrios, perturbando la dinámica positiva del propio desarrollo.
Para lograr tal desarrollo concebido, es decir, humano e integral, nunca se debe perder de vista el parámetro interior del hombre, ese parámetro que está en la naturaleza específica del ser humano, parámetro dejado de lado por una cultura materialista; esa naturaleza corporal y espiritual que, en su dualidad, compone el todo del hombre. En este sentido, es interesante la definición dada por Juan Pablo II, que plantea la cuestión de «una auténtica ecología humana», subrayando que hay muy poca preocupación por salvaguardar sus condiciones morales.
Es por esto que se vuelve interesante observar lo que se mueve en torno al desarrollo sostenible, las decisiones y acciones que toma y pone en práctica la comunidad internacional para lograrlo.
De hecho, desde 1992, cuando se llevó a cabo la Conferencia de las Naciones Unidas sobre “Medio Ambiente y Desarrollo”, conocida como Conferencia de Río, el tema del desarrollo sostenible ha sido ampliamente debatido dentro de la comunidad internacional. Cabe decir que el inicio de la reflexión en este campo fue promisorio, pues el primer principio de la Declaración de Río reza: “El ser humano está en el centro de las preocupaciones por el desarrollo sostenible. Tiene derecho a una vida sana y productiva en armonía. con la naturaleza».
Después de todo, si promover la dignidad de la persona humana significa promover sus derechos -y en la cuestión en cuestión, el derecho al desarrollo y a un medio ambiente sano-, esto significa también recordar sus deberes, es decir, su responsabilidad hacia sí mismo, hacia los demás , hacia los bienes de la naturaleza que es en todo caso el lugar donde se salvaguarda la vida humana.
Ahora bien, para ser sostenible, el desarrollo debe encontrar el equilibrio entre los tres objetivos ya mencionados: económico, social y ambiental, y esto con el fin de asegurar el bienestar de hoy sin comprometer el de las generaciones futuras (ver Informe Brundtland de 1987). Ahora bien, la sostenibilidad ecológica sólo es posible en un contexto de desarrollo social y crecimiento económico, por lo tanto, la eliminación, la «erradicación» de la pobreza, para usar la terminología de los organismos internacionales, es un componente crucial del desarrollo sostenible.
Pero, si es cierto que la pobreza y la miseria constituyen amenazas a la sostenibilidad en todos sus aspectos, también es cierto lo contrario. De hecho, si hoy los problemas ambientales más significativos son problemas globales, no hay duda, sin embargo, de que las poblaciones pobres se ven más afectadas que las ricas. Sólo por dar algunos ejemplos: suelen ser los pobres los que viven en los peores ambientes, en las afueras de las ciudades o en los «barrios marginales»; siguen siendo los pobres quienes sufren los mayores daños por los accidentes ambientales porque suelen vivir cerca de los lugares más expuestos a tales accidentes. Además, muchas poblaciones de países pobres obtienen de la actividad agrícola los recursos esenciales para la vida, el medio ambiente, por lo tanto, para ellos, no es un lujo, sino el conjunto de medios esenciales para la subsistencia: el hambre, la desnutrición, la migración forzada también derivan de la degradación ambiental. , como la destrucción de los recursos pesqueros y forestales, etc.
Por eso, uno de los signos positivos de nuestro tiempo es la importancia preeminente que la lucha contra la pobreza ha asumido también para la comunidad internacional. En particular, el carácter ético de esta lucha constituye un punto de encuentro entre la comunidad internacional. En la Declaración de la Cumbre sobre Desarrollo Social -realizada en Copenhague en 1995, tres años después de la Conferencia de Río-, los Jefes de Estado y de Gobierno, en el número 2, se comprometieron a «trabajar para eliminar la pobreza en el mundo a través de políticas nacionales conducidas con determinación y mediante la cooperación internacional, ya que la consideramos un imperativo ético, social, político y económico de la humanidad». Pero la situación mundial, especialmente de los más pobres entre los pobres, es dramática: basta pensar, en términos de recursos económicos, que en el año 2000 había 1.200 millones de seres humanos viviendo bajo la línea de pobreza, es decir, con menos de un dólar diario, mientras otros 1.600 millones vivían con menos de dos dólares. Y, como sabemos, la renta es sólo una forma de medir la pobreza, ya que, si consideramos este fenómeno de una forma más amplia, y más acorde con la realidad, como una «privación de algo», falta de esperanza de vida, de años de escolarización, escasez incluso de atención básica de salud o imposibilidad de acceso al agua potable, por no mencionar, de manera más general, la imposibilidad de participar, la situación parece aún más grave.
La comunidad internacional es perfectamente consciente, tanto es así que el primero de los llamados Objetivos del Milenio -indicados en un documento firmado por los máximos responsables de la ONU, la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial- es la de reducir a la mitad, entre 1990 y 2015, el número de habitantes del planeta que viven en la pobreza absoluta. Y desde entonces, desde la Cumbre del Milenio en Nueva York en septiembre de 2000, no ha habido Conferencia de las Naciones Unidas o de sus Agencias especializadas, Cumbres de Jefes de Estado y de Gobierno a nivel mundial o regional, de los países más industrializados o de países en desarrollo, que no ha reafirmado la prioridad de luchar contra la pobreza absoluta y alcanzar este objetivo.
En todo este contexto, uno de los otros fenómenos nuevos, al menos en sus proporciones, es la globalización que, a priori, no es ni buena ni mala, a pesar de que aquí y allá hay movimientos estúpidos a favor o en contra; incluso utilizando las características del recorrido de la historia para hacer «política» (esto también es un signo de pobreza).
En cambio, conviene analizar algunas características más llamativas de la globalización, y entre ellas el aumento de la competitividad, que produce un daño social que parece, al menos por ahora, inevitable: el aumento de las desigualdades. De hecho, la disparidad entre ricos y pobres se ha vuelto más evidente, incluso en las naciones más desarrolladas económicamente, y el sentimiento de precariedad parece generalizarse, especialmente entre las generaciones más jóvenes.
En definitiva, nos encontramos ante una situación paradójica en la que, si bien los recursos globalmente considerados no son insuficientes, gracias también, hay que reconocerlo, a la globalización, se hace más estridente la llamada pobreza relativa de bastante más de tres mil millones de personas. . Por lo tanto, al margen del caso de los países muy pobres, el problema consiste en una distribución ineficaz, si no injusta, de los recursos, debido a una inadecuada gobernanza, por diversas razones, a nivel nacional e internacional.
Por eso es necesaria una «globalización de la solidaridad» (cf. Documento vaticano Centesimus annus, 36).
Esta línea ética no puede dejar de partir de la cuestión de la deuda internacional de los países pobres. Pero si el realismo gubernamental quiere que se reconozca la irrecuperabilidad de las deudas de algunos países muy pobres -y esto ya ha ocurrido en parte-, es importante que los mecanismos estudiados y ya puestos en marcha para dar solución, tanto por los Estados acreedores como por los Instituciones Financieras Internacionales, se implementen al menos dentro del plazo establecido. También es importante asegurar que los montos correspondientes a las deudas liberadas sean efectivamente utilizados por los gobiernos de los estados deudores en programas sociales, principalmente de salud y educación. Una de las formas más duraderas de encarnar la solidaridad mundial es restaurar la equidad en el comercio internacional derribando las barreras proteccionistas. Se necesitan más esfuerzos para garantizar que todos los socios tengan la oportunidad de beneficiarse de los mercados abiertos y la libre circulación de bienes, servicios y capital. En efecto, en el mundo actual, el comercio, el desarrollo y la lucha contra la pobreza están estrechamente vinculados.
Además, hoy en día se reconoce universalmente que la clave del desarrollo en general, y del desarrollo sostenible en particular, se encuentra en la ciencia y la tecnología, y en este ámbito el principal problema son los importantes obstáculos a la transferencia de «know-how» relacionados con progresar la tecnología de los países ricos, que la tienen, a los países pobres. Si tenemos en cuenta que la mayoría de estos últimos se encuentran en zonas tropicales donde la esperanza de vida media ronda los 50 años y si tenemos en cuenta que más de 861 millones de adultos en todo el mundo, 2/3 de los cuales son mujeres, no tienen acceso a la alfabetización y más de 113 millones de niños no van a la escuela, es claro que las iniciativas en materia de educación y salud deben tener una prioridad absoluta.
Ahora bien, si las implicaciones negativas de la globalización son en gran parte atribuibles a una gobernanza inadecuada, también porque no puede adaptarse al mismo ritmo a los cambios vertiginosos de la sociedad actual, también es cierto que las deficiencias de la gobernanza, a nivel nacional, de los países pobres son bien conocidos y lo son ante todo para los ciudadanos de esos mismos Estados. Las primeras medidas a tomar, para intentar colmarlas, podrían ser estas: superar las numerosas situaciones de conflicto, en su mayoría étnicas; disminuir el gasto en armamentos; combatir la corrupción y prevenir la fuga de capitales al extranjero; favorecer, como se ha dicho, programas educativos y de salud tendientes a la creación de sistemas, aunque sean elementales, de seguridad social. Sin embargo, especialmente en vista del desarrollo sostenible, también es necesario, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, fomentar la participación de las poblaciones locales en su propio desarrollo. En los países más pobres se están dando pasos en este camino, aunque con dificultad. De hecho, por poner solo un ejemplo, la iniciativa del Fondo Monetario y el Banco Mundial para el alivio de la deuda de los países pobres altamente endeudados, conocida como iniciativa HIPC y que tiene mecanismos muy complejos, prevé, entre otras cosas, la presentación de planes de acción denominados Planes Estratégicos de Reducción de la Pobreza (PRSP). Estos son planes a largo plazo que deben ser desarrollados por los gobiernos locales con amplia consulta a la sociedad civil. Es inútil ocultar las dificultades que la propia consulta encuentra, sobre todo en presencia, en muchos casos, de gobiernos que no son precisamente democráticos y en países donde a veces no hay oficina de registro, los derechos de propiedad son cuanto menos inciertos y los catastros son desconoce en qué consisten. No obstante, es positivo ver cómo el principio de participación se ha convertido en un principio compartido.
En el plano de la gobernanza global, nunca han sido tan evidentes las dificultades que encuentra el sistema multilateral, nacido tras la Segunda Guerra Mundial, para hacer frente a la complejidad del mundo globalizado ya las múltiples situaciones «calientes» de nuestros días. Basta pensar en las duras protestas suscitadas en cada reunión del G7/G8, las críticas a las Instituciones Financieras Internacionales o al mecanismo de composición y funcionamiento del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Tales críticas son a menudo el reflejo de una consolidación positiva del sentido de ciudadanía global, materializada por el número y la influencia cada vez mayores de las ONG. Tal vez sea hora de que estos últimos desempeñen un papel más formal en la vida pública internacional.
En el campo del desarrollo sostenible, entonces, ante la degradación ambiental del planeta y la fragmentación de las instituciones internacionales nacidas en relación a los diversos acuerdos sobre la materia, la gobernanza global es invocada por muchos. De hecho, hay que reconocer que, a pesar de la existencia de un organismo específico de las Naciones Unidas, el PNUMA (Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente), debido al mandato que se le ha encomendado y a la escasez de recursos a su disposición, en la actualidad existe una evidencia bastante del llamado «pilar ambiental» a nivel internacional.
Por ejemplo, sería necesaria la supervisión de la implementación de acuerdos multilaterales. Pero una de las cuestiones que cada vez apremia más en este ámbito es la relativa al problema del agua, elemento fundamental para la existencia humana. Un problema muy grave si tenemos en cuenta que, siguiendo el actual modelo de desarrollo, cerca de la mitad de la población mundial sufrirá falta de agua en los próximos 25 años.
Estas preocupaciones surgieron con toda su gravedad durante el Tercer Foro Mundial del Agua realizado en Kyoto (16-23 de marzo de 2003).
En todo este contexto surge abrumadoramente que el verdadero quid de la cuestión está ligado a la parametrización del sentido de eficiencia económica que los países del mundo hacen de su economía; una parametrización todavía ligada a un sistema capitalista (que me gustaría definir como de primera generación) que, hasta ahora, ha incluido valoraciones económicas parciales en las ecuaciones económicas, sin tener en cuenta la valoración económica de los bienes naturales.
El bien natural debe ser considerado del mismo modo como herencia patrimonial que recibe cualquier persona. Sin embargo, sin un inventario y un balance, nadie puede entender lo que ha recibido como herencia.
El sistema capitalista de «primera generación» todavía se comporta así, sin atribuir ningún valor (incluso monetario, si queremos, pero esto es bastante seco) a los hombres y los ecosistemas.
El principio ético del Desarrollo Sostenible debe incluir en su ecuación todas aquellas partes que, quizás inconscientemente, hemos descuidado hasta ahora. De la misma manera que el sistema actual considera eficiente una economía que otorga al hombre riquezas materiales, descuidando la parte más relevante que es su dignidad como persona.