La medida de la humanidad
La medida de la humanidad
Ante los escenarios que aquejan a nuestro mundo, ante el dolor que toda guerra provoca en hombres, mujeres, niños, ancianos, personas indefensas, podemos asumir cualquier actitud: podemos condenar la guerra, venga de donde venga, podemos criticar a aquellos quien la fomenta, la inicia, la provoca o la ejecuta.
Podemos tomar partido a favor de una razón u otra.
Pero la guerra es el antiguo acto de Caín contra Abel y como en la Biblia hebrea, Caín representa al hijo de Adán y Eva, es decir, al hijo de esta humanidad que mata, que se arroga el derecho de quitarle la vida y la libertad con un acto que no puede encontrar justificación en ningún derecho y en ninguna moral.
Es la negación de la libertad, a la que todos tenemos derecho cuando nacemos.
Ante la guerra, podemos experimentar sentimientos de diferente naturaleza; podemos criticar, impugnar, salir a la calle, sentir ira, dolor.
Todos los sentimientos humanos, todos más o menos legítimos y comprensibles.
Pero hoy le tengo más miedo a esa parte de la humanidad que se pelea en las redes sociales, que se hace «guerrera» hablando de guerra, que también usa lenguajes escandalosos y provocadores.
Tengo miedo del estatus de una humanidad que habla y ya no escucha; Tengo miedo del estado de oposición, de ira y de juicio: Caín contra Abel en tantas manifestaciones.
Hemos obtenido la oportunidad de expresarnos en las redes sociales pero casi hemos perdido la capacidad de escucharnos en persona y (aparte de la pandemia del Covid-19) hemos perdido la capacidad de perdonarnos, de disculparnos, de hacer el mea culpa en muchas cosas.
Estamos más conectados pero estamos desconectados; estamos globalizados pero cada vez más átomos; somos polifacéticos pero estamos perdiendo el sentido de la Verdad de la Vida.
Levantamos nuestras voces en cada esquina, con tonos tan altos, internos y externos, que solo escuchamos nuestro ego, cada vez más pobre y aislado; le gritamos a Abel y ya no notamos al Caín dentro de nosotros.
Nuestra conversación es más fuerte que el estruendo de las bombas mismas; nuestra lengua mata más que muchas astillas, y mientras las guerras se libran fuera de nosotros, en demasiados frentes la guerra que libramos todos los días nos hace olvidar lo más importante de la vida misma: la humanidad.
Encerrados en nuestras casas y certezas más o menos grandes, nos olvidamos de ejercer lo único que nos da la posibilidad real de la redención.
No somos válidos en la medida en que tengamos razón en un tema determinado o en la medida en que seamos poseedores de verdades más o menos parciales.
Todo esto es basura y, para decirlo como Mahatma Gandhi, «Para mí, la política despojada de religión es una inmundicia absoluta, que siempre debe evitarse».
En pocas palabras, dado que somos seres políticos y cada acto que realizamos o implementamos es político, lo único que importa ahora no es quién tiene razón o quién está equivocado.
Lo que importa ahora es el acto que nos da (con todos nuestros defectos ya menudo mezquindades) valor humano: acogida, ayuda, auxilio a las poblaciones que sufren.
Es hora de bajarle el tono, de callar y de operar.
Es hora de acercarnos, de dar algo de lo nuestro, haciendo realidad la única revolución que vence a la guerra: la solidaridad.
Damos la bienvenida a niños, ancianos, familias; donamos alimentos, artículos de primera necesidad, todo lo que podemos pero no lo superfluo.
Damos la bienvenida a estos hermanos que sólo tienen su paga para la guerra: el dolor y el sufrimiento.
Todo lo demás es retórica y el resultado de todas las negatividades que, de una forma u otra, han acechado en nuestra vida y nos impiden comprender y actuar correctamente.
Las mismas manifestaciones callejeras contra la guerra (cosas bonitas y conmovedoras) no seguidas de esta forma de actuar se convierten en actos externos y sin construcción.
El enemigo (el mal) es derrotado con el bien. Todo lo demás es nadar en el lodo de la vida.
Ya no es el momento de las razones o del agravio, porque cuando hay guerra, de alguna manera (aunque sea en forma pequeña) está nuestra responsabilidad.
Al final de esta lectura espero que cada uno de nosotros se ponga en contacto con quien pueda (asociaciones, vecinos, amigos, organizaciones, etc.) para hacer un pequeño gesto; ese pequeño gesto que es la única arma legítima: la que vence la guerra.
Hagámoslo en silencio porque el arma del bien no hace alboroto.
Guido Bissanti